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lunes, 24 de noviembre de 2014

El negro no es un solo color, sino muchos colores diferentes

P. Christopher Hartley Sartorius, misionero en Ogadén, la tierra disputada entre Etiopía y Somalia



Fuente: Revista Mundo Negro. Artículo publicado en el número de octubre por Jesús García Sánchez-Colomer.


Desde su casa hasta las orillas del río Shebelle hay la suficiente distancia como para que los cocodrilos que infestan sus aguas no sean más que una exótica advertencia de que está en África. Lejos van quedado los tiempos en que el misionero español Christopher Hartley pusiera patas arriba un país entero al denunciar las practicas esclavistas de la industria azucarera dominicana, aunque su corazón siga compartiendo los problemas diarios de todos aquellos trabajadores haitianos exprimidos como la dulce caña del país caribeño.

El P. Christopher vive en Gode, la ciudad más importante del territorio de Ogadén, la Etiopía somalí, un terreno de Etiopía habitado por somalíes y por cuya disputa incluso se desencadenó una guerra entre los países vecinos. Fue entre 1977 y 1978, y como en casi cualquier conflicto del mundo en aquellos años de Guerra Fría, de uno y otro lado participaron directa o indirectamente Estados Unidos, la Unión Soviética y los satélites de ambas potencias.

Los americanos siempre han visto en Etiopía un aliado –un muro de contención formado por población mayoritariamente cristiana ortodoxa– ante el empuje islámico que viene de Oriente, apoyado entonces por los países del Telón de Acero y representado, sobre el tablero, por Eritrea y Somalia, sobre todo.

Su misión en Gode le supone al sacerdote vivir a mil kilómetros de su obispo, y a unos setecientos del sacerdote más cercano, “lo cual me ayuda para vencer tentaciones y pecar menos. Cada vez que me quiero confesar tengo que coger un avión”, asegura.



Siempre con los negros

La vida del padre Christopher lleva mucho tiempo ligada a los negros –“No les llames de color; tú tienes más colores que ellos”, advierte–, aunque su dedicación a ellos no radica en su negritud, sino en su pobreza. Para él, desde que en tiempos de seminarista conociese a la Beata Teresa de Calcuta, los pobres siempre han sido prioritarios como destinatarios de la predicación del Evangelio. Predicación apuntalada con palabras y construida con obras. Las palabras son las de ese tesoro tan desconocido para tantos católicos, oculto en un cajón etiquetado como Doctrina Social de la Iglesia, y que van cosidas a las palabras del Evangelio como el lomo de un libro a sus hojas. La obras, las de misericordia. Visitar al preso y vestir al desnudo no son bonitos adornos de nuestras doctrina en su historial. Dar de comer al hambriento y enterrar a los muertos forman parte de su día a día, o de su tarde a tarde. Enseñar al que no sabe no ha sido en su vida la buena acción del día, sino una necesidad al toparse con una asamblea que no sabía ni santiguarse cuando iba a celebrar una Misa.

Así, entre negros de diferentes partes, ha crecido como misionero este sacerdote que pertenece a la diócesis de Toledo, ordenado por Juan Pablo II en los tiempos del cardenal Marcelo González Martín, que le dejó volar tan lejos. Primero, con la población afroamericana del Bronx, en Nueva York. Allí tiene fotos jugando al béisbol vestido con su alzacuellos justo antes de celebrar Misa en un lugar en donde nadie más que él se atrevía a entrar. Luego fue en República Dominicana, de donde se marchó en 2006 –sin despedirse de nadie más que de su abogada– amenazado de muerte, añorado de por vida, donde aún hoy sus feligreses miran al horizonte desde los paupérrimos bateyes con la esperanza de ver su todoterreno negro desafiando a la injusticia de ser tratado como un perro, por el absurdo de ser haitiano, y negro.

Tras dejar República Dominicana en 2006 pasó un año de descanso y discernimiento. Por su vocación de ir donde nunca antes se había predicado el Evangelio, dio con sus huesos en esta esquina de Etiopía, invitado y acogido por el vicariato apostólico de Harar, una extensión de terreno equiparable a la mitad de España en la que se intuye que viven unos ocho millones de personas, aunque es difícil saberlo con precisión ya que, como el P. Christopher indica, la mayoría de ellos son nómadas dedicados al pastoreo.

“Cuando yo era pequeño –recuerda– estudié en el colegio cómo el hombre progresó pasando del Paleolítico al Neolítico en el momento en el que los cazadores se convirtieron en agricultores. Ese episodio de la Prehistoria, yo lo estoy viendo con mis ojos en Etiopía”. Se refiere así al intento del Gobierno, con la ayuda de numerosas instituciones, incluida la Iglesia, de implantar un sistema de vida sedentario para estos pueblos, lo cual abriría las posibilidades de progreso a una cantidad inmensa de personas que vive moviéndose de un lado a otro de la frontera oriental de Etiopía con Somalia, con no más utensilios y enseres de los que puede cargar la espalda de un camello. “Este tipo de vida me ha enseñado mucho. Los pastores nómadas tienen lo indispensable para vivir, ya que lo prescindible no te sirve de nada cuando vives toda tu vida subido en una caravana que migra desde un río a otro de África”, reconoce el P. Christopher Hartley Sartorius.


Colonialismo

El hecho de vivir a caballo entre dos fronteras, algo que para un occidental podría suponer un verdadero impedimento, no es ni siquiera algo contemplado entre las preocupaciones de estos hombres caminantes de llanuras y desiertos. “Para los africanos en general, y estos somalíes de Etiopía en particular, las fronteras no tienen mucho sentido”. Explica así el P. Christopher la realidad de una etnia milenaria que hace siglo y medio vio dividida por unos extranjeros la tierra en la que sus ancestros habían hecho siempre su vida. Una vida con sus errores, y también con sus aciertos.

“El colonialismo trajo cosas muy positivas a África, lo que no fue tan bien fue el modo de implantarlo”, señala. Para un africano, “lo que importan son los clanes, no tanto las naciones, y en la mentalidad occidental de los que dibujaron con un lápiz sobre un mapa las fronteras africanas, no se contemplaba este concepto”, explica un sacerdote que se reconoce inexperto en historia colonialista, sencillamente porque, dice, “yo soy solo un misionero que me he ido a vivir con ellos, porque les quiero”.

Algunas de las partes positivas de este colonialismo se encuentran en la implantación de las universidades. “En Etiopía no ha habido una universidad hasta que en 1950, el emperador etíope Haile Selassie I se trajo a Etiopía a cuatro misioneros canadienses para que pusieran un poco de orden en esto”. Se refiere, sobre todo, al P. Lucien Matte, jesuita del país norteamericano, titulado en varias materias como Ciencias Naturales o Educación, que con un equipo de trabajo extranjero no solo fundó la Universidad de Adís Abeba, sino que organizó todo el sistema educativo etíope, inexistente hasta la fecha.

Al P. Christopher le aburre citar las herencias negativas de este colonialismo: “Divisiones entre pueblos y personas que ya tenían su manera de organizarse y de arreglar sus asuntos, como he dicho, con una mentalidad de clanes y territorios. No era la panacea de los sistemas democráticos, por así decirlo, pero tenían su propio método para arreglar sus asuntos, dándole un lugar de decisión a la ancianidad. Así, los hombres más mayores eran los que formaban el consejo del pueblo”.

En ocasiones, la división originada entre estos pueblos por los colonos europeos fue tan solo “la consecuencia lógica accidental de una división territorial que no tuvo en cuenta a la población del territorio, juntando a clanes diferentes dentro de la misma frontera y separando a los mismos por una alambrada que no había estado ahí en los últimos tres mil años”. Sin embargo, en otras ocasiones el misionero sabe y no ignora “que esas divisiones fueron hechas adrede para debilitar a grupos étnicos fuertes a los que no se respetó su lugar de vida, y se les echó fuera. En ocasiones, por el simple hecho de poner la línea unos kilómetros más pegada a una montaña, o a un río, y otras veces, por motivos muchos más caprichosos, que lamentablemente han originado hambrunas, desplazados, sufrimientos y guerras en las que, al final, el que mas sufre es el más vulnerable”.

Ahí, con los más pobres de entre los pobres, es donde este misionero, que fue párroco durante dos años en los Montes de Toledo, ve satisfecha su vocación misionera. “Con los niños, los ancianos, las mujeres que tienen que sacar adelante a una prole en ausencia de un marido. Es con ellos donde mi vocación misionera crece y tiene sentido. Incluso en la musulmana Gode, donde a duras penas nos juntamos en la Misa de un domingo cinco o seis personas”.

“Cuando celebro la Eucaristía a diario, estoy yo solo, y a la hora de dar la paz, miro por la ventana y se la doy a Etiopía entera. Y ya de paso, también a Somalia. Total, como está tan cerca...” Esta ausencia de comunidad no supone ningún problema para un hombre que explica su vocación aplicando más la figura del pescador que la del pastor. “Ovejas no tengo, así que pescador, que antes que la de pastor, fue la primera misión señalada a los apóstoles por el Señor, según los evangelios”. Un sacerdote que en la Eucaristía, con su presencia, hace viva “la presencia de Cristo en un lugar en el que no ha estado nunca”. ¿Entre negros y musulmanes? “Sí, entre musulmanes, y también entre negros, pero, cuidado con esa palabra, porque el negro no es un solo color, sino un montón de ellos. Como en todo ser humano, la riqueza que te puede dar cada hombre es inmensa, y a mí me pasa con ellos. Han sido negros de diferentes colores los que más me han enseñado en situaciones en las que mis saberes de Teología de poco o nada me servían”.


El conflicto

La población en esta zona de Etiopía no se siente etíope sino somalí. “Hablan idioma somalí, creen en Alá y en su profeta Mahoma, como la mayoría de los somalíes, y tiene el color de piel de un tono diferente al de los etíopes, un pueblo, por cierto, mayoritariamente cristiano, aunque los católicos son la minoría”.

La verdad es que la frontera natural aquí siempre la marcó el río Shebelle, en territorio etíope. Todo lo que hay de su ribera oriental hasta la frontera legal, tiene más de Somalia que de Etiopía. Aquí, por delante de los ojos del P. Christopher Hartely, pasan cada mañana un sinfín de ejemplos de la variedad humana en cuanto a creencias, ocupaciones, educación y tonos de negro. “Vivo en un enclave en el que el comercio es la actividad principal, ya sea por el pastoreo o por el tráfico de armas. Ten en cuenta que el comercio es el hábitat natural del musulmán, y que de aquí al mar hay diez veces menos distancia que a la capital por tierra. Por tanto, es mucho más barato, y menos peligroso, traerte un saco de cemento desde Pakistán en barco que desde la capital en un camión”.

En cuanto a su misión como sacerdote católico que vive tan lejos de España, ofrece una visión de nuestra Iglesia tremendamente llamativa: “En Europa, en España, miramos a las personas en función de si son católicos o si no lo son. Aquí uno se da cuenta de que el corazón del hombre solo lo conoce Dios. No se trata de la pertenencia a un grupo social en el que están los que se ponen la gorra, la chapa, el banderín y la camiseta. Dios dice que en el Cielo habrá muchas sorpresas, y yo intuyo ya algunas de ellas, porque desde aquí la lectura del Evangelio adquiere un sentido diferente. Los católicos en esta minoría somos muy conscientes de serlo, y es una responsabilidad que en España también debería serlo, pero que no se vive así, creo”.

Para explicarlo cuenta este sacerdote aquella anécdota en la que, en la construcción de un colegio, sus obreros –musulmanes y negros– hicieron lo que él no menos de diez veces les había dicho que no debían hacer. Fuera de sus casillas y rojo de ira detuvo todos sus improperios cuando un buen amigo le recordó que él era el único cristiano al que aquellos trabajadores habían visto en su vida, y que si les trataba mal, sería la imagen que se llevarían no solo de él, sino de la cristiandad entera. “Ya tienen una imagen de nosotros muy pobre. Ellos ven por televisión nuestras películas y programas y saben de la inmoralidad en que vivimos los cristianos europeos. Si encima yo les trato a voces… De modo que aprendí una lección que me encantaría vivir en España cada vez que vengo. Pensar, antes de gritar a alguien, que soy cristiano. No me sale siempre, aunque lo intento, y creo que la gente que no comparte nuestra fe nos vería de otra manera si tratáramos de vivir esto”.

La palabra mágica con la que se logra esto es sencilla: “Respeto”. Lo cual, además, abre las puerta a otra de no menos valor: “Amistad”. De hecho, una de las cosas más bonitas que confiesa el P. Christopher es haber descubierto el valor de una amistad construida con no cristianos. “Cuando veo que un musulmán local me ayuda a mí, un cristiano blanco y extranjero, me pregunto: ‘¿Qué tenemos este ser humano y yo en común?’ No es el color de la piel, ni el idioma, ni la educación, ni el clan o la familia. Tampoco la fe. ¿Qué nos une entonces? Que somos amigos. Cuando el jefe de una tribu me ha ofrecido ayuda diciendo que este cura blanco es su amigo, yo he aprendido el valor trascendente del respeto. El saber que no pienso como tú, que no creo en lo que tú crees, pero respeto esa diferencia y, yendo un paso más allá, que te quiero”.